Todo lo cerca que puedes estar de volar sin alas

Por Richard Bach

Asomándome a una escarpada ladera a 80 kilómetros del aeropuerto, habiéndome atado bien sujeto a «nada», me autoconvencí de que así ya estaba listo para volar.

Cuarenta años vinieron a mí como en un relámpago. Ahí estaba yo, con catorce años, en el tejado del garaje de casa, con una sábana atada con cuerdas a brazos y cinturón, y dispuesto a saltar; por primera vez en mi vida, me encontré con una valoración aeronáutica cara a cara. Me desaté las cuerdas, bajé por la escalera, coloqué de nuevo la sábana en mi cama y nunca le dije a nadie la estupidez que estuve a punto de hacer.

Ahora, sin embargo, no estaba a cuatro metros del suelo de hierba… ese suelo estaba ahora a 550 metros, con rocas en el fondo, puntiagudas, como afilados dientes esperando en las mandíbulas de Saddle Mountain, Washington, hambrienta por comerse a un loco. ¿Es esto –me pregunté- lo que siente un suicida? ¿Qué ha pasado con la «valoración aeronáutica»? Toda mi vida he sido un volador, no un loco… Tres pasos, corro a tope, corro como si quisiera morir, ahora, hacia el borde del precipicio.

El gigantesco trapo detrás de mí, eso sin estructura hecho de colorido nylon, en vez de arrastrarse arrugado precipicio abajo, con ruido explosivo se fue al aire por encima de mi cabeza, como un escudo hecho de un curvo arcoiris, como un sueño entre yo y la locura. En vez de morir, volé.

«¡Aaaaa-haaaay!», dije a la montaña, a los dientes que me esperaban, al cielo. Las rocas escucharon. «¡Eh!»,  respondieron con un eco, «¡No eres un suicida!¡Eres un piloto de parapente!»